En investigación hablamos de “perfil psicosocial”
cuando buscamos lo transversal de otras variables sociodemográficas como la
edad, el sexo, el hábitat o la clase social. Llamamos perfil psicosocial al conjunto
de valores que utiliza el ciudadano para mirar, juzgar y actual en la realidad
social que le rodea, sea esta su entorno vital inmediato o su entorno global
más lejano.
Los valores nos permiten mirar al mundo, a nuestros
semejantes y a nosotros mismos y actuar en consecuencia –o no-. Los valores
sociales en su articulación política –en teoría y praxis- definen las diversas
ideologías que todos conocemos, pero los valores sociales no se reducen a lo
político o lo económico sino que afectan a todos los roles sociales de la
persona y ordenan sus actitudes. Las actitudes son las predisposiciones a
responder de una determinada manera con reacciones favorables o desfavorables
hacia algo. Las integran las opiniones, las creencias, los sentimientos, las
conductas en estrecha interrelación y son los valores y actitudes las que
delimitan al final nuestra forma de consumir, las marcas preferidas o, mejor
dicho, los discursos –publicidad- con los cuales las marcas se comunican –se
venden- con nosotros y nosotros con ellas al utilizarlas, comprarlas, lucirlas,
ponérnoslas o… votar.
Desde la sociología y la psicología social se han
diseñado mil métodos para medir los valores y las actitudes (odiosos y prolijos
cuestionarios, encuestas, observaciones, etcétera), pero es el análisis del
discurso social quién mejor permite acercarse a lo que esos valores y esas
actitudes significan para el ciudadano. Luego les ponemos etiquetas chulas para
que el cliente entienda: que si consumidor tal, que consumidor cual, que si 1
en la escala, que si 5, que si “militante de izquierdas”, que si “progresista difuso”, que si “conservador integrista” que si “neocon”,
“antisistema”…La nomeclatura que inventamos es chula, lucida y lúcida (como
todas las fábulas) pero llega la realidad y detectamos que eso de la coherencia
de valores está muy bien para los discursos, los mítines, los libros y la barra
del bar con los amigos y unas cervezas pero la re-a-li-dad, los
comportamientos, lo que hacemos de verdad los ciudadanos en nuestra vida y con
nuestra vida cotidiana es distinto. Así que los sociólogos y los psicólogos,
tan ocurrentes siempre, bautizamos el monstruo, alien, novedad, engendro: “es
que hoy somos Transideológicos”.
Para
hablar de este perfil hay que hacer un poco de historia. La sociología ha
vivido años de apasionantes polémicas: el pensamiento “débil” -G. Vattimo-, la
postmmodernidad, el fin de la historia –F:Fukuyama- y, sobre todo el penoso y
necesario desmoronamiento de los aparatos ideológicos sustentados por la
existencia de los países de socialismo real parecía reafirmar por la vía
incuestionable de los hechos lo que hasta esos años eran solo deducciones,
intuiciones o deseos: el declive –o el fin- de las ideologías clásicas. Pero la mayoría de los políticos y
ciudadanos, al menos en apariencia, seguían produciendo discursos de derechas o
de izquierdas, progresistas o conservadores y posicionándose en ellos aunque
tuvieran que ajustar, suavizar, actualizar algo los términos, y los partidos se
llaman ahora de “centro moderado” o de “centro progresista”. Pero había
ciudadanos y/o consufimores difíciles de analizar con los ejes tradicionales
izquierda/derecha o progresista/conservador, gentes que no permiten un
posicionamiento claro. Millones de
ciudadanos que por sus respuestas a determinadas y clásica preguntas filtro,
por su voto, su periódico o su perfil de consumo habíamos predefinido o
etiquetado como “progresistas” o “conservadores” –de más a menos- sin embargo
en sus opiniones, acciones cotidianas, comportamientos o pensamientos sobre tal
o cual tema determinado se posicionaban en otro lugar que no se correspondía
con su ascripción ideológica inicial.
En la historia de la ideologías en España desde principios del siglo XX hasta los
años ochenta del citado siglo, ser o asumir como propia una ideología
–izquierda, derecha y todos los puntos intermedios- implicaba actuar o comportarse en casi todos los ordenes de
la vida –sobre todo de la vida pública, pero también en la privada- de una
forma determinada en función esa forma de pensar o de “ver y nombrar al mundo”, implicaban una ética o una moral integral
(éramos Kantianos sin saberlo). Y no hacerlo así, suponía no ser “integro”,
tener y sufrir “mala conciencia”, ser un “mal
marxista” o un “conservador fariseo”
o simplemente un “traidor a la causa”.
La ideología estaba presente en la educación, las formas de familia, el amor y
las relaciones de pareja, el trabajo, las formas de consumo, la forma de
vestirnos o de percibir a los
países –y sus habitantes- según representaran el paraíso o infierno capitalista
o socialista... Y si no era así, si nuestra forma de vivir y de sentir no
reflejaba en determinados comportamientos o acciones, era mejor que no se
supiera, nos habrían mirado mal: “progre
de boquilla”, “izquierda divina”, “traidor a su clase” o cosas mucho
peores. Por supuesto que el análisis se presta a razonamientos más profundos,
extensos y matizados pero en resumen, esta parecía ser la norma y esa herencia
convenientemente suavizada por lo soft y lo light de la modernidad se mantuvo
en la dermis social –perdón por usar un término tan cosmético- durante las
siguientes décadas hasta hoy.
Pero ahora, de pronto, todo parecía apuntar que las
cosas habían cambiado aunque todos conserváramos la imagen, la apariencia de
ser más o menos Tirio o Troyano, pero cuando profundizamos en la vida, el
comportamiento, la opinión de este ciudadano sobre todos los temas que le
afectan como sujeto paciente o actante (René Thom) la representación gráfica de
su ideología ya no era una nube de puntos más o menos próximos a tal o cual
espacio del eje progresista-conservador sino un zigzag anárquico y arbitrario
que saltaba de un espacio a otro. Y lo asombroso ante los “inocentes” ojos del
sociólogo no era sólo esta realidad sino que los ciudadanos no tenían ningún
problema de conciencia al ver y hablar de este zigzag ideológico sino que los
ciudadanos lo asumían como algo normal y sobre todo sensato, juzgando como
locura cualquier purismo ideológico y tachando dicha forma de comportarse y de
pensar como integrisma-. (ya lo había dicho años antes Isaiah Berlin más
finamente)
Uno podía ser por ejemplo muy de derechas en el tema
de los impuestos y muy de izquierdas cuando hablaba de relaciones afectivas o
sexuales, y seguir saltando así a la derecha o a la izquierda según el tema o
suceso del que se hablara. Aunque lo más asombroso a la observación sociológica
era el desparpajo, la sinceridad, la claridad de los ciudadanos a la hora de
sumir estos “saltos” como naturales sin el menor asomo de mala conciencia.
Acuñamos así el término “transideología”
para definir este hecho. “Tras” por la acepción “a través de”, Porque no se
trataba tanto de un fin de las ideologías como de una forma de asumir la ética
-y la estética- de las mismas “cogiendo
lo bueno de unas y otras”, posicionándose en un lugar u otro del eje según
fuera el tema, el suceso o el hecho del momento.
La existencia de un pensamiento transideológico en la
sociedad española era difícil de asumir también para el investigador; aquellos
sociólogos que se consideraban más de izquierdas tachan a la transideología
como una forma nueva, evolutiva, “adaptativa” del pensamiento conservador, por
el contrario los que se consideraban más conservadores veían en la
transideología una forma encubierta y sibilina de progresismo.
Y en este mar
quieren pescar todos los grandes partidos, PP y PSOE beben de esa misma fuente.
Solo los Indignados y el movimiento 15 O. ha roto con esta ideología
liberal-progresista transideológica construyendo primero desde lo emocional y
más tarde desde la ideología, una nueva alternativa de valores muy distintos a
los que la publicidad y la propaganda lleva medio siglo vendiendo con éxito.
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